“Finaliza septiembre. Es hora de decirte lo difícil que ha sido no morir.” – Roque Dalton
7 de noviembre de 1966, el Comandante de América, inició su diario de campaña con una sencilla y contundente declaración: “Hoy comienza una nueva etapa” y, dos años después, en noviembre de 1968, para mí también empezó otra porque ingresé a militar en una organización que me cambió la vida. En honor del guerrero inmortal y, como una práctica revolucionaria, decidí escribir mi propio diario de guerra, no en una agenda con calendario definido, sino en un cuaderno con hojas cuadriculadas, como lo haría un buen estudiante.
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Nací en la ciudad de La Paz, en el seno de una familia de clase media; mi adolescencia fue la desolación, era petiso, flaco, feo, cabezón, no tenía chance alguno con las chicas bonitas del barrio y en el colegio era el blanco preferido de los acosadores hasta que un día me rebelé y enfrenté a uno de ellos, me masacró, pero gané su respeto; semanas después, una amiga me comentó que el más cruel de la pandilla, le confesó que se asustó porque creyó descubrir un brillo asesino en mis ojos. Era el despreciado del curso y del vecindario. Siempre solitario, subestimado, soñando con las aventuras del Tigre de Malasia.
Hasta que un día escuché a un tío, hermano de mi madre, hablar del “hombre nuevo”, sabía que él era militante del Partido Comunista, tendencia pekinesa, cosa que en la familia se silbaba, pero no se cantaba. Mi tío habló del Che Guevara y repitió una de sus frases, lo había hecho en otras ocasiones y ese fue el momento preciso para mí: “Sean siempre capaces de sentir en lo más hondo cualquier injusticia cometida contra cualquiera en cualquier parte del mundo. Es la cualidad más linda de un revolucionario”, luego añadió: “Ya vendrán los revolucionarios que entonen el canto del hombre nuevo con la auténtica voz del pueblo”, en seguida afirmó que ninguna sociedad puede cambiar si no cambian los hombres que la integran y me pareció lo más sabio que había escuchado hasta entonces, le pregunté: “es decir que para que exista una nueva sociedad, ¿es necesario un hombre nuevo?”; así es, me respondió y, entonces, al ver mi interés me invitó a que lo visitara en su casa, en el barrio de Miraflores: en esa época, año 1968, yo vivía por el parque Riosinho, había salido bachiller el año anterior y estudiaba ingeniería en la UMSA.
Fue toda una revelación para mí, si bien yo había escuchado hablar del marxismo leninismo y del Che Guevara, cuyo asesinato, en octubre de 1967, había conmocionado al país; en la Universidad Mayor de San Andrés los grupos y partidos de izquierda estaban entusiasmados en seguir su ejemplo de lucha; yo no había leído nunca antes un folleto de esos clásicos. En la casa de mi tío me incorporé a una llamada “escuela de cuadros”, que eran cursos de capacitación en organización, teoría y acción política, a semejanza de las escuelas propuestas por Vladimir Ilich Lenin en la URSS. El objetivo de estas escuelas, cuya estructura era de origen militar, se refería a entrenar a posibles líderes para que fueran desempeñando tareas básicas, como las de reclutar a otros miembros con el discurso revolucionario aprendido en los debates de libros, textos y temas de la teoría marxista. Mi tío decía que su casa era una fábrica de revolucionarios y a los que llegaban por primera vez les prestaba un manoseado Libro rojo de Mao, pobre de aquel que no lo devolvía a la semana, no lo dejaba ingresar a las clases hasta que lo trajera; luego, tomaba el libro usado, le entregaba al aspirante uno nuevo, de los que tenía muchos guardados en cajones en su escritorio, pero siempre prestaba el viejo, porque afirmaba que de tan manoseado se cargaba de las energías de los que lo leían.
En pocos meses me convertí en uno de los más aplicados estudiantes, sabía de memoria las consignas del partido, citaba con propiedad al “Gran timonel” de la China, podía explicar la lucha de clases y aclarar qué significaba: “El capitalismo es el genocida más respetado del mundo”, otra frase del Che que me encantaba. Y, tal como decía el Manifiesto comunista, me convertí en un fantasma que recorría las aulas universitarias y las fábricas evolucionado en un apóstol de la revolución, un portaestandarte de la palabra del nuevo mundo; como si el espíritu de los muertos por una sociedad más justa me hubiese poseído. En las aulas de la UMSA y en las tabernas de los marginados debatía, de igual a igual, sin temor alguno y, a veces, con arrogancia, con trotskistas, con moscovitas, con los diletantes de la izquierda nacional que pretendían comparar a Simón Bolívar con Marx o Lenin. ¡Vaya atrevimiento!
El joven tímido había encontrado su lugar en la vida, aprendí a hablar en público, vencí mi timidez, superé mis complejos y, pronto, descubrí que podía amar y ser amado. Bajo el influjo de la revolución me enamoré de una compañera de la U que asistía a otras escuelas de cuadros y fui correspondido, supe lo que era caminar tomados de la mano, ir al cine (diversión pequeña burguesa) y besarnos en la oscuridad de la sala y un día, por fin, hice el amor, ¡oh sí! Hice el amor, hicimos el amor, nosotros nos amamos. El yo se convirtió en plural y la lucha por un mundo mejor cobró toda su dimensión romántica. Elena, Elenita, delgada, menuda, melena negra, piel lozana y tibia, anteojos grandes, era una chica introvertida que, poco a poco, en las manifestaciones universitarias fue alzando la voz y se hizo ver; descubrió a Rosa Luxemburgo y leía La autobiografía de Malcolm X, acerca de un líder negro de la defensa de los derechos civiles en los Estados Unidos, lo había comprado en los libros usados de la avenida Montes y lo guardaba en su chuspa, lo leía a toda hora, nadie más sabía de la vida de ese revolucionario norteamericano y ella se jactaba de conocerlo, contando anécdotas de su vida y citando frases suyas como: «Muéstrame a un capitalista y te mostraré a un chupasangre», su preferida era: “El futuro pertenece a quienes hoy se preparan para él».
“LA ÚNICA LUCHA QUE SE PIERDE ES LA QUE SE ABANDONA. ¡PATRIA O MUERTE!, VENCEREMOS CARAJO.”
Una tarde coincidimos en un adoctrinamiento a obreros de la fábrica Soligno y se nos reveló que pensábamos igual y hasta repetíamos las mismas consignas acerca de la dictadura del proletariado, confirmamos que nuestra lucha era antiimperialista, anticolonial y por el socialismo para gloria de los condenados de la Tierra. Esa noche en una cantina del barrio, en la penumbra de un rincón, llevé un cigarro a mi boca, acerqué la llama del encendedor, aspiré profundo y fui soltando el humo, la miré y las palabras salieron de mis labios como si hubieran estado ahí desde siempre, aguardando el momento oportuno para salir y confesarle a Elena que me gustaba, no se sorprendió y me respondió que acababa de salir de una relación desafortunada, pero que se arriesgaría conmigo porque había algo en mí que la intrigaba: “Tus ojos irradian una chispara extraña”. Le acaricié la mejilla, y convinimos en una consigna que nos persuadió de que éramos el uno para el otro: “Seamos la pesadilla de los que pretenden arrebatarnos los sueños”, ni siquiera dijimos quién era el autor, porque era obvio.
Días después, en la casa de mi tío conocimos a un joven locuaz y simpático que reclutaba gente para el Ejército de Liberación Nacional, era sobrino de Inti Peredo, él terminó de convencernos de que la violencia era el camino de la revolución y nos repitió de memoria, uno de los párrafos finales del Manifiesto Comunista: “Los comunistas no tienen por qué guardar encubiertas sus ideas e intenciones. Abiertamente declaran que sus objetivos sólo pueden alcanzarse derrocando por la violencia todo el orden social existente”.
Al verme enamorado por primera vez, mi tío me preguntó si eso podía derivar en una complicación política, me recordó que estaba metido en algo muy peligroso, le respondí que ella, mi pareja, lo sabía y lo asumía porque también había optado por la lucha armada. Mi tío sonrió, cómplice, y me encendió el cigarrillo que hacía unos minutos yo sostenía entre los dedos.
31 de diciembre de 1968, fue un día histórico para Elena y para mí, después de casi dos meses de estar de novatos a prueba, ambos fuimos aceptados en el Ejército de Liberación Nacional y el mismísimo Inti nos dio la bienvenida. Tuvimos que pasar por muchas pruebas teóricas y prácticas, estudiar ‒como aconsejaba Carlos Marighella‒, los textos impresos o mimeográficos que enseñan cómo ser un guerrillero urbano, tales como La guerra de guerrilla, de Ernesto Che Guevara; Memorias de un Terrorista, Operaciones y Tácticas de guerrillas, Sobre Problemas estratégicos y Principios o el Minimanual del guerrillero urbano, del propio Marighella y otros textos que el responsable de nuestro alistamiento nos entregaba y, acerca de los cuales, cada semana, nos tomaba examen como si estuviéramos en colegio. Ese día, 31 de diciembre de 1966, el Che anotó: “Tania, que viene a recibir instrucciones y Ricardo que ya se queda”, después de leer esa oración sentí que el héroe de los insurrectos nos daba la bienvenida a su pequeño ejército de locos.
Al principio, por ser novatos (así les decían a los nuevos reclutas) se nos encargaron tareas de propaganda, pintar paredes con consignas propias de la lucha armada, panfletear en la U, en los mercados y luego fuimos seleccionados para los entrenamientos militares, uso de armas, fabricación de bombas caseras, solíamos ir a disparar cerca de Mallasa, río abajo, vigilando que no hubiera nadie por la zona. Entre los militantes había de todo, como en el mercado Rodríguez, políticos curtidos en los sindicatos mineros, revolucionarios profesionales que venían de otros países, exseminaristas y sacerdotes, que creían que en la lucha llevaban a la práctica las enseñanzas de Cristo, docentes y universitarios y alguno que otro dirigente campesino. Entre ellos, los había humildes como aquellos que juraban que estaban destinados a ser recordados por los obreros del planeta entero y, a veces, nos daban órdenes de manera soberbia y despectiva. Tampoco faltaban los cabrones que intentaban apocarnos, desechando virtudes y habilidades de los militantes más dedicados o evidenciando las rivalidades entre algunos jefes, que iban desde la capacidad de citar al Che Guevara hasta quién la tenía más grande.
Post data: Después del Che, Carlos Marighella era nuestro ídolo, pues en septiembre de 1969 había logrado lo impensable: secuestrar al embajador de los Estados Unidos en Brasil. En realidad, la idea fue de un grupo de jóvenes universitarios que pedían ayuda para su proyecto y todos los rechazaban porque les parecía imposible de realizar, hasta que alguien los presentó con Marighella, este los rechazó de plano y uno de los más entusiastas aprendices de guerrillero le aclaró que, justamente, porque la gente creía que era imposible era posible hacerlo. Eso lo convenció. En septiembre de 1969, en una acción conjunta de la Acción Libertadora Nacional, (ALN), y del Movimiento Revolucionario 8 de Octubre (MR-8), apoyó el secuestro, en Río de Janeiro, del entonces embajador estadounidense Charles Elbrick: esa fue una gran victoria para los grupos guerrilleros de todo el mundo, la prueba de que soñar es una forma de planificar.
8 de Junio de 1967, el Che escribió en su diario: “Tuve que hacerle otra advertencia a Urbano debido a sus desplantes” esa misma fecha en el año 1969, fueron asesinados en Cochabamba Genny Köhler y Elmo Catalán, primero pensamos que fueron acribillados por los organismos represivos, luego supimos que fue uno de nosotros el que los mató por un supuesto lío de faldas, aunque otros camaradas aseguran que fue por los “desplantes” de un combatiente cuyo nombre de guerra era “Angelito”, que ya quería salirse de la guerrilla porque su esposa estaba embarazada, al igual que Genny.
Post data: Mandato del imperialismo: “Matar a los guerrilleros en los vientres de sus madres”.
Yo los había conocido, un mes después de ingresar a militar al Ejército de Liberación Nacional, que operaba desde la clandestinidad reuniendo combatientes para volver a las montañas. Elmo o Ricardo, su nombre de guerra, estaba destinado a dirigir el ELN, eso decía mucha gente que reconocía sus dotes intelectuales y militares; sin embargo, era chileno y ese fue el argumento para que le neguemos el mando porque la derrota en la Guerra del Pacífico está tan metida en los genes nacionales que la gente del pueblo no lo aceptaría; en cambio, el otro candidato, era el Chato, hermano menor del Inti y los hermanos Peredo eran una dinastía guerrillera por lo que la jefatura le correspondía por herencia.
Recuerdo que le dije al responsable de mi célula que debíamos hacer algo para vengar la muerte de tan dignos compañeros, “es momento de actuar”, le reproché y me respondió que ya el Estado Mayor había emitido la orden para que lo mataran y que había un par de “elenos” cazándolo.
Post data: Pasaron los años y nunca supe de su ajusticiamiento; lo que dio lugar a muchas especulaciones sobre los verdaderos motivos del asesinato. ¿Políticos? Mejor ni hablar.
14 de julio de 1969, asesinaron en Cochabamba, a la poeta Rita Valdivia, la comandante Maya, palabra aymara que significa primera, en esa misma fecha el Che se lamentaba: “Lástima no tener 100 hombres más en este momento”. Maya, había combatido durante varias horas, junto a otros compañeros, tenía 23 años y estaba embarazada. Maya era poeta y uno de sus versos dice: “Me he cansado de retener otros mundos en mi puño. Lo abro de golpe”. Me dolió su muerte, lloré y juré que si moría lo haría como ella, combatiendo, como nos enseñó el Che. Maya será la gloria de nuestro ejército rebelde. “Si avanzo, seguidme; si me detengo, empujadme; si retrocedo, matadme”, solía repetir Maya, recordando al Che, y ese día, herida y acorralada, le pidió a su compañero que la matara, porque no quería ser capturada por los esbirros de la dictadura y que su hijo naciera en la prisión.
9 septiembre de 1969, cayó en una emboscada nuestro amado y admirado Guido Álvaro Peredo Leigue, «Inti»; el Che apuntó en su Diario de 1967: “Las emboscadas continuaron con ocho hombres, a cargo de Antonio y Pombo”. La noticia informó que fue abatido en una celada, en una habitación que, paradójicamente, sólo tenía una puerta de entrada y salida, además de una ventana con rejas, situada en la calle Santa Cruz de la ciudad de La Paz. Cuando llegó la policía, solo tuvo que bloquear la puerta y disparar, es decir, estaba en una ratonera. ¿No entiendo por qué el líder de nuestra organización, que había sobrevivido heroicamente a la guerrilla del Che y al cerco del ejército boliviano, estaba en un lugar así? Sin la posibilidad de una evacuación de emergencia. En la guerrilla urbana nos enseñan que jamás debemos permanecer en un sitio sin escapatoria posible. ¿Qué pasó?
Yo había decidido militar en el Ejército de Liberación Nacional el día que lo conocí en una reunión en casa de mi tío. Inti nos infundió el espíritu revolucionario, escucharlo era como escuchar a un apóstol de una sociedad sin clases sociales; nos enseñó a crear confianza entre nosotros, la necesaria hermandad entre los miembros de la organización, cosas que él había aprendido en los entrenamientos en la isla, junto a los mejores guerrilleros del mundo y, por supuesto, del mejor de todos: El Che Guevara. Inti nos enseñó que la guerrilla urbana debe cuidar una estrategia militar coordinada entre las células compartimentadas, la importancia de realizar labores de inteligencia y de propaganda, nos enseñó a ser hombres nuevos. Su figura crecerá como la del Comandante y será un símbolo de lucha. Yo recordé al Che: “La única lucha que se pierde es la que se abandona ¡Patria o Muerte, venceremos, carajo!”
Post data: La historia de los pueblos es la historia de sus guerras y la nuestra se cantará en el futuro.
3 de diciembre de 1966, el Che escribió: “Sin novedad. No hay exploración por ser sábado”; sin embargo, para mí es una fecha que hubiera querido borrar del calendario, fue el día que, en 1969, nuestros hermanos (me cuesta llamarlos así) arrojaron, en las afueras de la ciudad de Cochabamba, malherido, en un pozo de catorce metros de profundidad a José Gamarra, Pepe, un combatiente que yo conocía y que me parecía un buen cuadro militar y político, dizque era informante de la CIA: lo dejaron ahí durante días; me cuesta creer que haya sido un traidor y lo imagino solo, en la oscuridad húmeda del hoyo, muriendo, abandonado por sus propios compañeros. Sin embargo, aunque nunca se presentaron pruebas de la traición del Pepe, teníamos que ajustarnos al manual de Marighella que recomendaba: “La ejecución consiste en matar a un espía norteamericano, un agente de la dictadura, un policía torturador, una personalidad, fascista del gobierno implicada en crímenes y persecuciones de patriotas, un delator, un agente de policía, o un…”. Sin embargo, algo no cuadraba y se lo dije a Elena, veo una sucesión de supuestos y no logró ver el conjunto del drama, algo no está bien, le repetí y ella me regañó, me hizo recuerdo que éramos soldados de la revolución que debíamos seguir órdenes, se mostró convencida de lo que decía, como si hubiese llegado a esa conclusión al término de un largo razonamiento, como si hubiera quemado sus naves para nunca jamás volver al pasado.
30 de diciembre de 1966, el Comandante escribió en su diario que “El horno no se pudo acabar por estar blando el barro” y creo que eso pasó con la “recuperación” que ese día de 1969 hicimos en la Cervecería Boliviana Nacional, fue mi bautizo de fuego como guerrillero urbano y, si bien pudimos sustraer una gran suma para el estallido de Teoponte, el horno aún no estaba listo y por eso murió uno de nosotros y tuvimos que matar a dos hombres, cuando el plan era ejecutar el asalto sin víctimas. Ese día también nos olvidamos de uno de los principios del guerrillero: el rescate de los heridos, abandonamos a alguien que era nosotros, no DE nosotros.
Los fondos expropiados a la cervecería y un gran aporte económico internacional de los Tupamaros de Uruguay, producto de un exitoso secuestro, proveyeron los recursos para “Volver a las montañas”. Recuerdo que, en una reunión clandestina, antes de que Inti fuera asesinado, evaluó la situación y llegó a la conclusión de que la guerrilla boliviana estaba sola, ya no tenía patrocinadores, “lo que nos da mayor libertad, pero menos recursos, así que debemos incrementar las expropiaciones con asaltos a bancos y empresas privadas”.
18 de julio, de 1967, el Che, escribió en su Diario, “A la hora de camino, el guía perdió la ruta y manifestó no conocer más”, tres años después, en 1970, nuestros compañeros iniciaron el nuevo foco guerrillero en la zona de Teoponte del Departamento de La Paz. Casi setenta compañeros partieron a la lucha, cien días heroicos, en los que yo hubiera querido estar, pero me dejaron como parte de la retaguardia, de los contactos urbanos necesarios para alimentar la guerra. La justa guerra, la guerra del pueblo.
La mayoría de los jóvenes eran universitarios bolivianos, argentinos, chilenos, incluso un norteamericano. En este grupo participaron militantes de varias tendencias marxistas; además de integrantes de la juventud de la democracia cristiana como el mártir Néstor Paz Zamora. Entre ellos también murió Benjo Cruz, con quien guitarreábamos en casas de amigos. A propósito de su asesinato recuerdo unos versos suyos: “Voy caminando mi vida/ voy construyendo mi muerte/ sembrando voy mi semilla/ consciente soy de mi suerte…”
Los mártires honraron la consigna de “Volveremos a las Montañas”, lanzada por Inti el 20 de julio de 1968, volvieron a las montañas en Teoponte, “puente a Dios”, según Néstor. Lo hicieron bajo el mando militar de Oswaldo Chato Peredo, en una zona en el norte paceño, provincia de Larecaja que, años antes había sido la primera opción del Che, luego desechada porque prefirió el sudeste del país; el ingreso a la zona de operaciones se hizo bajo la cobertura de pertenecer a una brigada de alfabetizadores.
Las circunstancias eran especiales, pues los cubanos habían retirado su apoyo, así como varias organizaciones guevaristas preferían un “repliegue táctico”, porque consideraban que las condiciones no estaban dadas, se olvidaron de que el Che afirmaba que “no siempre hay que esperar a que se den todas las condiciones para la revolución; el foco insurreccional puede crearlas”; solo algunos combatientes internacionalistas marcharon junto a los nuestros a morir por la gloria de la revolución.
Una noticia en el periódico Presencia daba cuenta de que la orden del general Alfredo Ovando Candia, Presidente de facto, era la de eliminar a todos los miembros de la columna guerrillera: “ni presos ni heridos, todos deberán ser muertos” y pese a que Ovando, en persona, había declarado, en una conferencia de prensa, que el gobierno indultaría a los desertores y les permitiría volver a estudiar; sin embargo, los primeros que desertaron fueron fusilados, sin ningún juicio después de hacerles cavar sus propias tumbas en la selva.
30 de agosto de 1967, el Che no pudo ocultar su desesperación y escribió en su Diario: “Ya la situación se tornaba angustiosa; los macheteros sufrían desmayos, Miguel y Darío se tomaban los orines y otro tanto hacía el Chino, con resultados nefastos de diarreas y calambres. Urbano, Benigno y Julio bajaron a un cañón y encontraron agua” y entonces imaginé a los compañeros de Teoponte muriendo en la selva, picados por las alimañas, devorados por las bestias, hambrientos… Solo trece de los sesenta y siete combatientes habían sido en entrenados en Baracoa, Cuba, “la Escuela Harvard de la guerrilla”, insinuaba mi tío. Recordé la precaria preparación de la mayoría de ellos, entrenándose en las calles paceñas, caminando decenas de cuadras adoquinadas, llevando ladrillos en sus mochilas para acostumbrarse al peso, como si eso los habilitara para el monte. No sé si fue solamente un proyecto idealista, humanitario y voluntarista, cristiano en el martirologio de los seguidores de la Teología de la Liberación. Recordé a Elena y las compañeras cosiendo los uniformes verde olivo que los guerrilleros usarían en la montaña y las escasas armas de guerra que poseían, de hecho, solo tenían un fusil militar Garand semiautomático; tal vez creímos que las ideas eran suficiente para ganar batallas. Una compañera recordó que las chamarras impermeables que usaba el Estado Mayor del ELN en Teoponte fueron confeccionadas por Genny Köhler.
Toda una generación de dirigentes universitarios había partido luego de hacer conocer un documento denominado Volvimos a las montañas, a la juventud revolucionaria de Bolivia y América, en el que asumían su rol protagónico en el cambio social, reconociendo que era necesario “trastocar el estudio por la acción y el libro por el fusil…” Con Elena y otros compañeros analizamos los hechos, por lo menos lo intentamos, y nos dimos cuenta que el compromiso mayor de los guerrilleros que fueron a Teoponte era con la muerte y no con la vida; aunque algunos afirmaban que para morir habíamos entrado al ELN. ¡Patria o muerte!
Por otra parte, reconocimos que Carecíamos de una gran estructura política a nivel nacional y no pudimos apoyar con movilizaciones de masas a los compañeros que se sacrificaban en la selva amazónica.
17 de julio de 1968, la noche anterior fue aniversario del grito libertario de La Paz, la ciudad que nos acoge, que nos hace suyos para protegernos del frío; por primera vez dormimos juntos, Elena les dijo a sus padres que pasaría la noche con una amiga y, después, de la verbena en el prado paceño, nos hospedamos en un hotel; lo siento Comandante, pero esta vez no recurriré a su Diario, la noche en vela amerita un grafiti del Mayo francés: «Cuanto más hago el amor, más ganas tengo de hacer la revolución. Cuanto más hago la revolución, más ganas tengo de hacer el amor».
15 de enero 1970, cayó combatiendo Leonel Rugama, joven poeta nicaragüense, miembro del Frente Sandinista de Liberación Nacional; 20 años de vida y no tuvo miedo cuando, junto a dos compañeros, se enfrentaron a la guardia somocista, combatieron durante horas y nunca se rindieron. El sacrificio y la determinación con la que encararon la muerte me trajo el recuerdo a nuestra comandante Maya. Tiempo después de su asesinato, un compañero nos obsequió un policopiado con algunos de sus poemas y uno de ellos titulado Biografía, me sobrecogió, porque era mi historia: “Nunca apareció su nombre/ en las tablas viejas del excusado escolar. / Al abandonar definitivamente el aula/ nadie percibió su ausencia. // Las sirenas del mundo guardaron silencio, / jamás detectaron el incendio de su sangre”. En 1967, el Che, en esa misma fecha, escribió: “Quedé en el campamento, redactando unas instrucciones para los cuadros de la ciudad” y sus instrucciones nos llegaron violentamente urgentes con la noticia de la muerte del poeta nicaragüense.
13 de septiembre de 1970, el Chato escribió en su Diario “Resulta lamentable tanto esfuerzo y esperanza puesta en nosotros […] estamos prácticamente diezmados y, lo que es más grave, aislados. No hay capacidad de combate” y el Che, en 1967: “Volvieron los exploradores: Inti y su grupo subieron por el arroyo todo el día; durmieron a bastante altura y con bastante frío; el arroyo nace, aparentemente, en una cordillera que está al frente con rumbo oeste; no da tránsito a los animales”.
7 de octubre de 1970, tomó el poder el general Juan José Torres, un militar que había comandado la lucha contra la guerrilla en los anteriores gobiernos de Barrientos y Ovando. Torres derrocó a Ovando junto con la Central Obrera Boliviana, el movimiento universitario y organizaciones campesinas; además, por supuesto, de un sector de militares progresistas y estableció un extraño gobierno militar de izquierda nacional. En su gobierno se creó la Asamblea Popular el 1 de junio de 1971, que, en vez de ayudarlo a gobernar, le hizo la vida imposible; sin embargo, Torres estatizó Mina Matilde, las Colas y Desmontes, expulsó los Cuerpos de Paz de los Estados Unidos que estaban esterilizando a nuestras mujeres indígenas en el altiplano, aumentó el presupuesto a las universidades bolivianas, los sueldos a los mineros y se acercó a líderes de movimientos de izquierda por todo el continente, como Salvador Allende, de Chile. Lo mejor de lo mejor fue que liberó a Regis Debray y a Ciro Bustos, ambos condenados a 30 años de cárcel por su participación en la guerrilla del Guerrillero Heroico.
El día que Torres asumió el poder también se rescató a seis de nuestros compañeros en Teoponte, los únicos sobrevivientes que lograron salir hacia La Paz y el 4 de noviembre junto a Chato se asilaron en Chile. En esa misma fecha, el año 1967, un día antes de ser capturado y luego asesinado, el Che, refiriéndose a noticias propagadas por el gobierno de Barrientos Ortuño, con el apoyo del imperialismo norteamericano, escribió: “La noticia parece diversionista”. Nosotros vimos con escepticismo al gobierno militar y decidimos no ingresar a la Asamblea del Pueblo, porque la consideramos como un resabio ilusionista del nacionalismo del MNR y seguimos preparándonos para la lucha armada. Ya veremos.
En ese gobierno salimos de la clandestinidad y, orgullosos, hacíamos saber a los amigos que éramos del Ejército de Liberación Nacional, fue una época febril en la que cientos de jóvenes quisieron militar en nuestra organización. Había muchos que, quizá como yo, solamente anhelaban pertenecer a algún grupo, ser parte de algo que les parecía trascendente y nos expusimos, así como algunas de nuestras casas operativas que se convirtieron en centros de reclutamiento sin ninguna medida de seguridad, siempre llenas de jóvenes.
En los pocos meses que duró el gobierno, que compartía el poder con una asamblea popular que quería ser similar a los soviets de la URSS, pudimos relacionarnos con revolucionarios que venían de todas partes, conocimos a muchos combatientes montoneros, tupamaros, de las FARC, sin la angustia de la clandestinidad, en fin, La Paz era una fiesta. Una mañana, en una salteñería, por la plaza Abaroa, apareció un argentino, porteño, que nos habló de la teoría del “antifascismo cósmico”, porque, según él, muy pronto tomaríamos contacto con los extraterrestres y la lucha se trasladaría al espacio sideral.
Después de tantas derrotas y muertes, vivimos un corto verano de la anarquía, parafraseando a un novelista que, seguramente, en un futuro cercano escribiría un libro con ese hermoso como dramático título.
1 de abril de 1971, en una acción heroica, propia de las mujeres del ELN que habían asumido la lucha con la pasión con la que enfrentan la vida misma, Mónica Ertl, nuestra Imilla, nuestra cholita alemana, ajustició, en Hamburgo, a Roberto Quintanilla, uno de los responsables del cobarde asesinato del Che Guevara cuando estaba detenido en La Higuera. Preferí no leer el Diario para soñar con la hazaña de la Imilla, que siempre se había destacado por su valentía; en esta hora de muerte quiero soñar con tu vida.
21 de agosto de 1971, se acabó la diversión. El coronel Hugo Banzer, los empresarios y los partidos políticos FSB y MNR decidieron acabar la ilusión y golpearon al Jota Jota, como le decía el pueblo a Torres; nosotros resolvimos resistir y más de un centenar de “elenos” combatimos en varios sectores de la ciudad de La Paz, especialmente en el cerro Laikakota. Lo de “elenos” fue el gentilicio que nos dio el pueblo, mi tío decía que yo era “eleno” por doble partida: porque pertenecía al ELN y a Elena.
Sin duda, fuimos la única organización preparada para enfrentar con “fierros” a los militares y nos anotamos algunas victorias como la toma del arsenal, lamentablemente la mayoría de las armas del depósito, fusiles Máuser de la Guerra del Chaco, estaban en desuso. Combatimos con nuestro pueblo, al lado de militantes de otras organizaciones políticas y de gente común que se sumó a la lucha. Puedo afirmar, con orgullo, que nosotros pusimos la mayor cantidad de muertos por la liberación nacional; ninguna otra organización armada sacrificó tanto como nosotros. Para mí fue como si toda mi vida me hubiera predispuesto para ese momento y ese lugar: no pude combatir en Teoponte porque me encargaron otras tareas como uno de los responsables de la radio, que luego fue inútil porque perdimos toda comunicación con los compañeros en las montañas porque les pesaba tanto la radio que la tiraron por ahí para seguir avanzando. El sueño de luchar por nuestros ideales lo hice realidad ese día que parecíamos invencibles porque el pueblo estaba en rebelión.
En el cerro Laikakota los elenos nos cubrimos de gloria.
Sin embargo, el pueblo fue derrotado, una vez más, por los milicos. Los dirigentes que no cayeron presos se asilaron y nosotros, fieles a nuestro principio de “vencer o morir” decidimos quedarnos a pelear desde la clandestinidad. El Che en su libro Guerra de Guerrillas, aconsejaba: «Muerde y huye, le llaman algunos despectivamente, y es exacto. Muerde y huye, espera, acecha, vuelve a morder y a huir y así sucesivamente, sin dar descanso al enemigo”.
2 de enero de 1972. Los servicios de inteligencia del DOP, Departamento de Orden Político, creado por Banzer asesorado por gringos y argentinos, nos perseguían implacablemente, aun así Elena y yo decidimos darnos un respiro, seguir el ejemplo de los guerrilleros de Brasil que secuestraron al Embajador gringo, de hacer lo imposible y, por la tarde nos fuimos al Montículo, en Sopocachi, el lugar más romántico de la ciudad de La Paz, decenas de jóvenes van allá a enamorar; nosotros fuimos a celebrar que estábamos vivos, un año más. Allá, camuflados con otros enamorados, leímos algunos versos de El cumpleaños de Juan Ángel, de Mario Benedetti, nuestro poeta preferido junto a Pablo Neruda, Benedetti nos impulsaba a luchar y Neruda a amar. El libro del poeta uruguayo lo había traído un compañero que llegó de Cuba, después de pasar por varios países para despistar a la CIA, lo hizo pasar con una cubierta de un libro para niños que en la contratapa decía que era la historia en verso de un niño de ocho años y sus aventuras infantiles. Leí unos versos en voz alta: “y cuando en silencio declaro mi guerra/ extrañamente me siento por fin en paz”, y Elena tomó el libro, buscó un verso y leyó: “vaya destapémonos a nosotros mismos/ dejemos que se evapore el tufo de egoísmo que/ nos condenan a una mediocridad inmóvil”; luego, mirando al Illimani, cerramos el libro y repetimos juntos: “habráun mundo para llorar qué carajo/ pero mientras tanto profesionalizo mi felicidad”. Elena guardó el libro en su bolso, junto a los de marxismo, no queríamos que los compañeros lo vieran y sospecharan que éramos débiles burgueses diletantes. Me miró, como solo ella sabía hacerlo y me disparó sin advertencia: “Sé que te irás a cumplir una misión muy peligrosa, nadie me lo dijo, lo supe hoy cuando nos vimos, tus ojos no mienten. Lo sé y sé que volverás vivo”; la abracé y en secreto le susurré al oído: “recuerda lo que dijo Marighella: No hay tiempo para tener miedo”. Esperamos que la noche nos cubriera con su manto protector ocultando nuestros rostros y nos separamos en busca de nuestros refugios.
Ella y yo sabíamos que ya no quedaban muchos compañeros para ejecutar una acción como la que me habían encargado; además, la jefatura sabía que, por mi apariencia física, era el que mejor podía eludir los servicios de inteligencia del Estado, ya desde mi adolescencia había intentado pasar desapercibido para evitar las críticas sobre mi pequeña estatura y la fealdad de mi rostro, común para todos, había conseguido ser invisible, nadie notaba mi presencia, excepto Elena, que, cuando me vio por primera vez, me reconoció al instante como si me hubiera estado esperando.
Llegué a mi casa y anoté en mi diario: “Cualidades importantes del guerrillero urbano son las siguientes: ser buen andarín; ser capaz de soportar la fatiga, el hambre, la lluvia, el frío; saber cómo esconderse y mantener la vigilancia; llegar a dominar el arte del disfraz; nunca tener miedo del peligro; tener el mismo comportamiento de noche que de día; no actuar impetuosamente; tener una paciencia ilimitada; permanecer en calma y ser frío en las peores condiciones y situaciones; nunca dejar una pista o rastro y no descorazonarse”.
La persecución de los esbirros del DOP no nos daba tregua, era huir sin descanso, teníamos que cambiar de casas con mucha frecuencia, recordé el año cuando el Che estuvo en el Congo: dijo que no había estado en ningún lugar. Una noche pernoctábamos en un conventillo por la zona norte, cerca de dónde yo me había criado y, en el cuarto de al lado un bebé lloraba sin cesar, al principio el llanto de un recién nacido puede ser hasta encantador, pero en esas circunstancias se volvió de terror. Al día siguiente salimos huyendo de la vivienda, extremando los cuidados, expertos en el arte del disfraz, porque los medios de derecha insistían en que existía desconfianza de los ciudadanos hacia las fuerzas de seguridad, querían terroristas muertos.
“Muéstrame a un capitalista y te mostraré a un chupasangre”
13 de enero de 1972, en una fecha similar a esta en 1967, mi guía de La Higuera, escribió en su Diario: “Hablé con Marcos; su queja era que se le había hecho crítica delante de los bolivianos. Su argumentación no tenía base; salvo su estado emocional, digno de atención, todo el resto era intrascendente”; eso también pasaba entre nosotros, el miedo se había apoderado de la mayoría, roto la camaradería revolucionaria, muchos habían desaparecido del mapa y no por la represión, otros habían viajado o, simplemente, querían permanecer ocultos para sobrevivir. Recuerdo que semanas atrás descubrí que la casa de seguridad donde dormía estaba siendo vigilada, busqué a un compañero que vivía en otro barrio y, desde la puerta de su casa, en la zona sur de la ciudad, me pidió que me fuera, que lo ponía en peligro; salió su madre y me rogó que los dejara en paz, que si me quedaba los matarían a todos y tenía hijos chicos. Estuve vagando por las calles paceñas hasta que recordé la casa de una compañera trotskista, solidaria, valiente y buena, ella me cobijó hasta que retomé contacto con los cumpas y se me ordenó viajar a Santa Cruz a ajusticiar a un ministro de Banzer, líder de la Falange, responsable de haber asesinado a varios compañeros durante el golpe del 21 de agosto. Llegué días después para preparar el atentado.
Seguí las instrucciones de Marighella: Investigación de la información, observación y seguimiento. Los compañeros en Santa Cruz de la Sierra, tenían acumulada la información; reconocimiento o exploración del terreno y tiempo de las rutas: durante tres días verificamos todo hasta estar seguros de que el sujeto repetía sus hábitos; hicimos mapas, conseguimos una pistola; selección de personal: solo éramos dos ejecutores, mi enlace cruceño y yo; relevo no existía; mi cubierta era la de un universitario en vacaciones porque la UMSA estaba cerrada; previmos la retirada y cómo salir para dispersarnos.
El cuarto día, robamos un vehículo, un jeep cacharro porque no había mucho que elegir en la capital cruceña; emboscamos al objetivo en una calle cuando iba su domicilio en su movilidad, como siempre lo hacía después de reunirse con sus amigos de partido, me bajé para dispararle y el arma se trabó, el guardaespaldas sacó su pistola y nos disparó, tuvimos que salir huyendo a pie perseguidos por nuestras supuestas víctimas. Logramos escapar y esa noche retorné a La Paz, porque la operación estaba comprometida y no había quien me reemplazara.
3 de marzo de 1972. Algo no está bien, me siento como una mosca en la telaraña, por un lado, ya no quiero ver a mis compañeros porque estoy cansado de huir, de seguir huyendo cada día, cada noche, ya no veo a Elena ni me interesa verla, porque en la última casa en la que estuve escondido varios días, la dueña, de las más aguerridas militantes que había dirigido a las mujeres que confeccionaban los uniformes y las mochilas para los combatientes de Teoponte, me confesó que Elena había tenido un affaire con uno de los jefes, no sabía si había sido con el Chato o con alguno de los otros jefes el Estado Mayor: “no te preocupes, fue pasajero, porque ya sabes que Chato es un don Juan y estaban solos en una de las casas de seguridad y pues, se dio, espero que no tengas la moral sexual burguesa…”. Callé, no dije nada, mi silenció incomodó a mi amiga y supo que había cometido una indiscreción irreparable. La pequeña e insignificante Elena, seguramente, estaba feliz de que uno de los jefes se hubiera fijado en ella. Me dolió, me dolió más que las muertes de algunos amigos, me dolió porque ella significaba mi redención, la superación de los traumas de mi adolescencia, “mi amor, mi compañera, mi cómplice y todo”, como diría Benedetti y, con su traición, me desencantó, de príncipe volví a ser sapo, volví a ser el mismo adolescente inseguro de sí mismo, el marginado que nadie quería ver.
Recorrí las calles pensando que fuimos un puñado de almas comprometidas en la lucha revolucionaria, cegadas por la promesa de un futuro más justo. Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo, descubrí que entre los líderes de nuestra causa se escondían prejuicios y ambiciones burguesas que iban en contra de todo por lo que estábamos combatiendo. Aquellos que se autoproclamaban defensores del pueblo mostraban un desprecio oculto hacia aquellos que no compartían sus orígenes clasemedieros. Los prejuicios pequeño burgueses de algunos de los líderes se volvían cada vez más evidentes y mi desilusión crecía a la par. Me sentí atrapado en una maraña de engaños, mi fe en la causa se iba desvaneciendo como humo en el aire de los Andes después de las fogatas de San Juan.
Incluso algunos sectores de la izquierda y compañeros de lucha empezaban a cuestionar la versión de la traición del PCB al Che y acusaban a Fidel y al Kremlin de enviarlo a Bolivia para que lo mataran, porque su “indisciplina, anarquía y aventurerismo era un estorbo para la política internacional de la URSS y el bloque de países comunistas”. Nuestros mejores aliados se atrevían a afirmar que la teoría del “foco guerrillero” era utópica y obedecía a “una total falta de tacto político de lo que era lo nacional popular en un país como Bolivia”. Ya nada cuadraba, nada cerraba, las dudas crecían, el ventilador estaba encendido…
Por la tarde, mientras esperaba a mi enlace para que me trasladara a otra casa de seguridad, llevaba conmigo un maletín deportivo con algo de ropa, mi diario, el del Che y una pistola, lo acostumbrado en estos casos; se me acercó una mujer, me pidió la hora, me fijé en mi reloj y, antes de que pudiera responderle, sentí un golpe en la cabeza, tan fuerte que me tiró al piso, en otras circunstancias me hubiera resistido, no lo sé, resignado me dejé enmanillar.
Post data, esto lo escribí días después, cuando me devolvieron mi diario de guerra; la hora de ese día era las cuatro de la tarde. Lo anoto porque en ese instante volvió a cambiar mi vida.
13 de marzo de 1972. El Che escribió: “Desde las 6.30 hasta las 12 estuvimos montados en farallas infernales, siguiendo el camino hecho por Miguel en un trabajo ciclópeo. (…) La gente está bastante cansada y un poco desmoralizada nuevamente. Queda una sola comida”. Fui torturado durante varios días, esperé 48 horas para hablar, confiando en que mis compañeros huyeran, ¡corran a esconderse!, después, les dije todo lo que querían saber y, pese a que me ofrecí a colaborar con ellos para salvar mi vida, me siguieron torturando. Los primeros días no me quitaron la capucha, me pegaron, me intentaron ahogar en un turril con agua sucia (“ahí están hasta los vómitos de algunos de tus compañeros”, se reían), me metieron agua y aceite a la boca por un embudo, me sometieron a la picana. Al día siguiente volvían y repetían la dosis. ¿Por qué no me fui al exilio cuando pude hacerlo?
En la soledad de mi celda, lamiendo mis heridas, me acordé de mi madre y le pregunté si prefería un hijo muerto o un hijo traidor, tal vez fue solo la excusa que mi mente creó para justificar mi felonía.
Una mañana, no sé cuántos días habían pasado, les dije que quería trabajar con ellos, que estaba decepcionado de todo y de todos, que todo en lo creí era falso: el socialismo, el hombre nuevo, la moral revolucionaria, era una puesta en escena de algunos psicópatas que se creían los nuevos mesías. Les di nombres y direcciones de militantes y simpatizantes, confesé futuros planes, no me guardé nada. ¡A la mierda con todo!
A partir del 12 de marzo empezaron a caer varios de mis compañeros, yo mismo acompañé a los agentes a las casas de seguridad y lugares de encuentro; armé trampas porque conocía las palabras claves para los contactos. Mi suerte estaba echada, el ELN lanzó un comunicado acusándome de traidor, el más ruin y vil que incluso, según ellos, llegó a torturar a su propia enamorada, desmentir sería inútil, como toda nuestra lucha. ¿Torturé? ¿Quién lo sabe? Los muertos no hablan.
Hasta ese momento era un delator, como muchos otros que tuvo la guerrilla, una noche se jodió todo. Me llevaron a una celda en la que estaban violando a una mujer y me ordenaron que ese era mi bautizo, que sí, realmente quería ser como ellos, tenía que violarla y lo hice, lo disfruté, hasta que el propio Guido Benavides, jefe de operaciones del Departamento de Orden Político, se acercó a la víctima, emitió una risa seca, cabrona, entre dientes, y quitó la bolsa que le ocultaba el rostro y, horrorizado, vi a Elena. Ella me miró con odio, luego con lástima, yo simplemente bajé la cabeza.
Traicioné a mis camaradas, revelando los secretos acuerdos que socavaban nuestra misión. Sabía que mi destino estaba sellado, que la traición no tenía perdón en el mundo de la guerrilla urbana, me convertí en el blanco de la búsqueda rigurosa de aquellos a quienes había delatado. Las estrechas calles de La Paz se transformaron en mi laberinto, cada esquina ocultando la amenaza de la venganza. Mis noches se volvieron interminables, siempre alerta, siempre en movimiento, incluso más que cuando era un guerrillero perseguido. La ciudad que una vez consideré mi hogar se convirtió en un paisaje hostil, aunque no les sería fácil cazarme, conocía a los pocos que quedaban sobreviviendo ocultos, tanto en La Paz como en otras ciudades del país y sabía de memoria sus métodos de vigilancia y persecución; sin embargo, había la posibilidad de que algún émulo de la Imilla quisiera hacerse el héroe o que alguien, a quien nunca le caí bien, quiera darme la extrema unción.
De cualquier manera, me sentí libre, era extraño, muchos de mi familia me quitaron el saludo, supe que no sería bienvenido en ninguna reunión familiar; mis únicos amigos estaban muertos o presos. ¿Libre? Quizá prisionero de mi propia libertad.
Después de que los otros agentes comprobaran que me sentía a gusto observando y participando de las torturas que perpetraban, había algo de mis sueños y pesadillas en ellos, mi sombra se prolongaba en los torturados, antiguos compañeros de lucha; pasados unos días, para demostrar su confianza en mí, me devolvieron los diarios, tanto el mío como el del Che.
Me hubiera gustado escribir en mi diario que, simplemente, fui parte de un grupo de guerrilleros urbanos que luchaban contra la opresión y la desigualdad y que, en las arduas calles empedradas de La Paz, viví una historia que pocos se atreverían a contar. Pero, como suele suceder, las verdades ocultas y las lealtades fracturadas pueden convertirse en las sombras que acechan incluso a los más convencidos. Antes, mis días y noches pertenecían a la organización, ahora solo me pertenecen a mí ¿Me arrepiento de lo que hice? No lo sé, prefiero no preguntármelo.
Mi nombre verdadero y de guerra lo saben todos, soy el gran traidor.
31 de marzo de 1972. Es la última vez que cito a Guevara, que, en esa fecha del año 1967, remarcó: “Evidentemente, tendremos que emprender el camino antes de lo que yo creía y movernos dejando un grupo en remojo y con el lastre de cuatro posibles delatores”. Lo sé, soy un delator que encontró en la traición a un grupo de bastardos iguales en la miseria, los agentes del ministerio de gobierno son como yo o yo soy como ellos: los apestados, deudos de una sociedad hipócrita que nos desprecia, pero que no puede vivir sin nosotros. He vuelto a ser parte de los invisibles, de los despreciados, esa cofradía deshonrada en la que somos capaces de traicionarnos los unos a los otros, por eso nos necesitamos, para vigilarnos, para no perdernos de vista.
Homero Carvalho Oliva (Beni, 1957).