Voy a empezar con una pequeña anécdota personal. Cuando era un joven estudiante de la carrera de economía a finales de los años 90, mi cerebro no acababa de procesar las enormes diferencias que existían entre las enseñanzas de mis profesores y la realidad diaria de las empresas e individuos. Me encontraba en una disyuntiva: o las teorías económicas estaban erradas, o era el mundo quien estaba mal.
Años después, gracias al gran profesor Alberto Benegas Lynch, pude estudiar los trabajos de autores como Ludwig Heinrich Edler von Mises, Carl Menger, Friedrich Hayek y Murray Rothbard. Había descubierto los fundamentos teóricos de la cataléctica y la libertad individual. Por fin había resuelto mis vacíos mentales, y entonces comprendí que, contrariamente a los mitos que había estudiado, el desarrollo de un país no depende del Estado, sino de los individuos actuando en libertad. Los seres humanos venimos al mundo con algo llamado: Función empresarial.
La función empresarial consiste, básicamente, en la toma de decisiones en un entorno de incertidumbre. Es en ese proceso que se van descubriendo nuevas oportunidades y, quizás lo más importante, se optimizan los escasos factores económicos. La función empresarial, por tanto, estriba en anticiparse con mayor acierto que otros a las futuras demandas de los consumidores de un mercado específico, decidiendo el uso y la coordinación que deba darse a los diferentes factores de producción. Por citar un caso, antes del boom del motor a combustión interna, el petróleo se consideraba una maldición, pues se filtraba a los pozos de agua y los dejaba inservibles.
Empero, para que la función empresarial pueda funcionar requiere dos condiciones: propiedad privada y precios libres.
Nuestra naturaleza nos hace buscar mejores grados de satisfacción material. Para eso, usamos nuestros talentos para servir al prójimo a cambio de un legítimo beneficio, la cosa funciona la inversa también. El fruto de ese trabajo es nuestra propiedad privada. Los bienes adquiridos pueden ser usados, usufructuados o destruidos. Pongamos el caso de mi salario, yo puedo usarlo para adquirir otros bienes o servicios, pero también lo puedo invertir para generar más riqueza, o quemarlo, aunque esto último sería muy tonto.
Todo derecho implica como contrapartida una obligación. Si una persona obtiene un ingreso de mil dólares, la contracara es la obligación universal de respetar ese ingreso. Pero si esa persona demanda dos mil aun no obteniéndonos, y el Gobierno otorga esa facultad, quiere decir que otro estará obligado a entregar la diferencia, lo cual lesiona su derecho, por tanto, se trata de un seudoderecho. En resumen, la redistribución del ingreso mediante los impuestos no es nada más que un robo camuflado en nobles intenciones, pero robo al fin. Las sociedades que han entendido que la propiedad privada es consustancial al ser humano siempre han sido las más prósperas.
El mecanismo de los precios, que incluyen a la tasa de interés y los salarios, sirve para coordinar la oferta y la demanda. Verbigracia, si tengo 40 viviendas ofertadas y 50 compradores, el precio de la vivienda tendrá a ser caro, ya que la demanda supera a la oferta. Ahora bien, esa oportunidad de ganancias hará que los inversionistas arriesguen capitales en la construcción de viviendas adicionales, por ende, el precio bajará.
Sin embargo, si aparecen los mandones de turno a regular, por ejemplo, la tasa de interés, e imponen un porcentaje máximo para los créditos, se generan burbujas y destrucción de capital.
De hecho, gran parte de la crisis económica boliviana proviene de la regulación de tasas de interés para vivienda. Veamos.
Hasta antes de la aprobación de La Ley de Servicios Financieros N.- 393, las tasas de interés para la compra de viviendas fluctuaban alrededor del 25% anual, y los precios de un departamento promedio oscilaban en los 70 mil dólares. Pero como la nueva ley «garantiza» que todos los bolivianos puedan acceder a crédito, las tasas de vivienda se fijaron en 5.5%, es decir, 20% menos. Inmediatamente, los bancos y entidades financieras empezaron a recibir solicitudes de créditos, y las empresas constructoras arrancaron con la construcción de condominios en las principales ciudades del país. Todos estaban contentos, pues el gobierno les «había» dado su vivienda.
Pero olvidaron hacer las otras cuentas. Mientras la tasa de interés se había reducido en un 20%, el precio de las viviendas había subido hasta en un 40%. Si tomamos el incremento del precio de vivienda (40%) y lo restamos con la reducción de la tasa de interés (20%), el resultado da un 20% más caro. Es decir, los afanados compradores estaban pagando muy caro eso que les había resultado «barato».
¿Qué hizo el gobierno ante ese incremento de precios? Fácil. Nos dijo que estábamos viviendo en «auge».
No obstante, como todos los precios subieron, muchos compradores ya no pudieron sostener la vivienda adquirida, y empezaron, los muy necesarios, procesos de quiebre, que, al final del día, son menor capacidad productiva, mayor desempleo y, porque durante la etapa del boom se destruyó capital, una tasa de interés más alta, en resumen, más pobreza. La situación sería semejante a los de unos imaginarios habitantes de una isla que se ponen a construir un gran monumento ―son ese tipo de obras que sirven para inflar indicadores tan torpes como el PIB―, pero que, ante el agotamiento de todos sus ahorros disponibles, se ven en la necesidad de paralizarlo. Pues tienen el gran monumento, pero se quedaron sin comida.
Si realmente se quiere ayudar a los más pobres de todas las sociedades, debe contarse con marcos institucionales de tales características que respeten la propiedad privada, y que hagan atractiva la inversión. Solamente el crecimiento de la tasa de capitalización permite el incremento de salarios e ingresos en términos reales.
¿Es eso neoliberalismo?
El neoliberalismo no pasa de ser una etiqueta absurda, un invento de las izquierdas para criticar ciertas reformas estatales que apuntaban a bajar el gasto público y cerrar los déficits fiscales. Una de esas palabras fetiches que sirve para poner en ella todos los males posibles. El propio Luis Arce Catacora no es capaz de diferenciar entre Ludwig von Mises y Friedrich Hayek, pero les pone la etiqueta de neoliberales a los dos.
Bibliografía
https://opinion.infobae.com/alberto-benegas-lynch/tag/consumo/index.html
https://opinion.infobae.com/alberto-benegas-lynch/2014/08/30/origen-de-la-propiedad/index.html
https://panampost.com/imises/2022/10/04/estabilidad-de-precios-inestabilidad-economica/
Economista, Escritor, Docente Universitario y Consultor Político. Autor de los libros: Fe en la Libertad (2017), Gestión de los Patrimonios Familiares (2019) y Viernes Conservador (2020).
@hugobalderrama
Comments 2