En Bolivia, es frecuente escuchar en los medios de comunicación cómo la ciudadanía exige a los funcionarios del aparato ejecutivo que rindan cuentas sobre su gestión. De manera habitual, los parlamentarios de oposición —en ejercicio de su rol fiscalizador— presentan solicitudes escritas requiriendo detalles sobre los gastos institucionales y el número de personas contratadas. El objetivo, en muchos casos, es demostrar ante la opinión pública la existencia de personal innecesario, y así evidenciar un uso ineficiente de los recursos del Estado, es decir, del gasto público financiado por todos los bolivianos.
Tanto diputados como senadores se enfrentan constantemente en una especie de competencia por ver quién realiza más denuncias, muchas veces con fines personales, como mostrar indicadores de gestión legislativa. Otra vía frecuente para justificar su actividad es la presentación ( muchas veces simbólica) de proyectos de ley. El solo hecho de presentarlos o, en el mejor de los casos, lograr que sean tratados en la Cámara de Diputados, se percibe como un logro, aunque sea una victoria pírrica: gran parte de estas normas nunca llegan a ser reglamentadas, autorreguladas, ni implementadas efectivamente. Aún peor, en ocasiones se promulgan leyes que terminan siendo inaplicables o ignoradas.
La Ley N° 1178, que regula la administración y el control gubernamental, se ha convertido en una herramienta coercitiva que genera temor entre los funcionarios públicos en lo que respecta al manejo de recursos estatales. Su aplicación puede derivar en sanciones tan severas como la privación de libertad o la inhabilitación para ejercer cargos públicos por un periodo determinado. Esto constituye, en muchos casos, un atentado a la carrera laboral de profesionales cuya experiencia se concentra precisamente en el sector público. Más aún en un contexto donde el ingreso a la función pública suele depender de prácticas prebendales y de favores políticos, en detrimento de la meritocracia y la competencia técnica.
Este temor es indicativo de que los funcionarios son conscientes de la gran responsabilidad que recae sobre ellos al administrar recursos que pertenecen a todos los bolivianos. Sin embargo, cabe preguntarse: ¿quién regula y asume la responsabilidad sobre el uso óptimo de esos recursos desde su origen legislativo? Por ejemplo, cuando la Asamblea Legislativa aprueba (mediante ley) la creación de una nueva empresa pública y le asigna recursos del Tesoro General de la Nación con la expectativa de que genere beneficios al país, ¿quién responde cuando esa empresa fracasa y se convierte en una fuente de pérdidas?
¿Es responsable únicamente el personal ejecutivo que fue contratado para su administración, o también deben rendir cuentas los asambleístas que aprobaron la norma levantando la mano, muchas veces sin el análisis técnico debido?
Estas interrogantes cobran particular relevancia en el contexto inflacionario que vive el país en el segundo semestre de 2025. Las malas decisiones administrativas tomadas durante los años de bonanza están ahora mostrando sus consecuencias: la mayoría de las empresas públicas no generan utilidades, sino pérdidas sostenidas y gastos improductivos, ignorando el principio fundamental que debería regir toda empresa, pública o privada: la generación de valor y rentabilidad.
¿Dónde están hoy los promotores e impulsores de esas leyes que autorizaron la creación de múltiples empresas públicas? ¿Qué responsabilidad asumen por las decisiones que tomaron sin un análisis profundo y sin rendición de cuentas posterior?
Todo esto nos lleva a una conclusión crítica, pero cada vez más evidente: la administración pública ejecutada desde el Estado, cuando carece de controles eficaces, planificación rigurosa y mecanismos de rendición de cuentas reales, se convierte en el mayor generador de ineficiencia económica. El Estado, en lugar de crear riqueza, termina destruyéndola.
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Director de la Camara de Comercio, Servicios e Industrias, Cochabamba – Bolivia
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