Politizar lo privado, es decir, bombardear la frontera entre lo público y lo íntimo, es la característica que mueve a las nuevas izquierdas en la tercera década del Siglo XXI. De esta manera, los homosexuales han sido forzados a engrosar los colectivos LGTB; las mujeres a ser feministas; las etnias indoamericanas a enrolarse en las agrupaciones indigenistas; los obesos a gritar consignas contra la «gordofobia», y los varones a deconstruirse.
Todo ese desquicio identitario, en realidad, es una crisis de identidad, pues las personas, a partir de una única característica, por ejemplo, los gustos sexuales, deben definir toda su vida. De ahí, que no importe si eres buen escritor, artista, ingeniero, abogado o político, lo, verdaderamente, relevante es que embanderes tu fachada mostrando orgullo por aquello que haces entre tus sábanas, no eres un ciudadano, sino un simple militante.
Augusto Zimmermann, profesor de Historia del Derecho en University of Notre Dame Australia, en su ensayo, The spiritual roots of modern feminism, explica que todos los derechos otorgados a estos grupos identitarios son, paradójicamente, un retroceso, puesto que reemplazan el valor intrínseco de cada ser humano por el del grupo, la manada por encima del individuo.
Acá cabe una pregunta: ¿cuáles son las raíces de nuestros derechos y libertades individuales?
En la Antigüedad no había ese reconocimiento legal del valor intrínseco de cada ser humano individual. Entre los romanos, verbigracia, sus leyes protegían a las instituciones sociales como la familia, sin embargo, no salvaguardaban los derechos humanos fundamentales. El individuo solamente tenía valor en cuanto a su pertenencia a un grupo político, además si era capaz de engrandecer al colectivo.
Zimmermann, parafraseando a Benjamin Constant, gran filósofo político francés, afirma lo siguiente: «Es un error creer que antes de la Cristiandad se disfrutaban derechos individuales. Los antiguos no tenían ni siquiera idea de lo que significa eso».
Es una cuestión muy obvia, pues al deponer la idea de un Rey Divino, además de declarar la igualdad de todas las almas humanas ante los ojos de Dios, el Cristianismo obligó a los reyes de la antigüedad a reconocer la supremacía de la ley divina sobre su propia voluntad arbitraria. Por ejemplo, en el año 390 dC, fue el obispo Ambrosio, de Milán, quien apremió al mismo Emperador Teodosio a arrepentirse por la matanza de siete mil personas en venganza de una cuestión personal. Este hecho indica que bajo la influencia del Cristianismo, nadie, ni siquiera el Emperador romano, estaría por encima de la ley de Dios.
Por su parte, Oriana Fallaci, una atea bastante cristiana, recalca que ella no cree en Dios, pero que eso no le impide reconocer los aportes del cristianismo a Europa, que, a pesar de todo, sigue siendo la cuna de Occidente. Incluso llama a los líderes europeos a no dejarse embaucar con el multiculturalismo, ya que es una trampa para reemplazar los valores cristianos, entre ellos, la piedad, por el islamismo y todas sus barbaries, por ejemplo, la pedofilia.
De igual manera, Carlton Hayes, historiador católico, en su trabajo titulado: The novelty of totalitarianism in the history of Western Civilization, afirma que:
Siempre que los ideales cristianos han sido aceptados generalmente, y se han intentado practicar sinceramente, hay una dinámica de libertad, tranquilidad, paz y prosperidad; y donde el cristianismo ha sido ignorado, o rechazado, perseguido, o encadenado al Estado, hay tiranía.
Yo, quien escribe estas líneas, estoy lejos de ser un buen representante de los valores cristianos, empero no puedo dejar de admirar una tradición teológica, filosófica, cultural y política tan rica. El cristianismo es el génesis de nuestra civilización, aprovechemos estas fechas para recordarlo, ¡Feliz Navidad!
Christus Vincit, Christus Regnat, Christus Imperat
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