Nos falta aún perspectiva para llegar a conclusiones firmes, pero resulta indudable el desafío que ha supuesto y que está suponiendo para todos los políticos la gestión de la pandemia. Hay y habrá quien salga mejor o peor parado de ella en términos de confianza y credibilidad. Seguramente casi ninguno estaba preparado para una crisis de tamaño tan descomunal, quede dicho esto desde el principio. La inmensa mayoría ha tenido que aprender sobre la propia a decidir a corto plazo, para gestionar el día a día, sin perder de vista el medio o largo plazo que se exige a todo buen político, esté en el gobierno o en la oposición.
Absolutamente todos han tenido que realizar un curso acelerado de epidemiología. A los ojos de los ciudadanos, la toma de decisiones se ha considerado a menudo errática y habitualmente no se ha podido distinguir si prevalecían los criterios sanitarios o los políticos, incluyendo entre estos últimos también los económicos con los efectos sociales consiguientes. Ya ocurrió en la fase de lucha contra la enfermedad y ha vuelto a reproducirse en la actual de gestión del plan de vacunación. En último término, y es sano y saludable que sea así, las autoridades políticas son las que deciden y, por tanto, los aciertos y los fallos deben achacarse a ellas por más que quieran escudarse en criterios técnicos científicos.
Si a todo ello añadimos –como ha ocurrido en ciertos casos– el condimento de la celebración de elecciones en medio de la pandemia, el cóctel alcanza ciertas cotas de explosividad. La gestión del tema por excelencia desde marzo de 2020 no puede no estar en las agendas políticas y electorales de los candidatos. La Covid-19 se ha convertido en issue de campaña porque no vivimos en un mundo irreal. Los ciudadanos pueden valorar a partidos y candidatos por su gestión de la pandemia si es el tema que más les preocupa, aunque haya otros también en su agenda, y esto es positivo. Más negativo resulta el uso indiscriminado de la pandemia como arma arrojadiza entre los distintos contendientes, especialmente porque los votantes pueden hartarse de ver esas peleas cotidianas en detrimento de poner todos los esfuerzos comunes y solidarios en combatirla.
Se precisa un alto sentido de estado para actuar en esa dirección sin abdicar del derecho a discrepar que es básico y central en toda democracia y que se pone particularmente de manifiesto en las confrontaciones electorales. Resulta difícil el equilibrio mas no imposible. Los ciudadanos, que son más listos de lo que a veces los políticos creen, sabrán premiar a quienes les susciten mayor confianza.
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